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Hacía mucho calor y el león decidió buscar un lugar fresco dónde podre descansar. Escogió finalmente la sombra de un árbol frondoso; allí retozó y agitó su cola perezosamente, mientras el tiempo pasaba. De pronto, una ardillita salió de un matorral cercano y, muy imprudente, pasó junto a las mismas narices del rey de la selva. Este sintió ganas de jugar con la ardillita y comenzó a perseguirla; el pobre animalito pensó que el león la quería comer y, temblando desde la coronilla hasta el extremo de su rabo, suplicó al león que le perdonase la vida.
–Si me dejas ir, buen león, prometo ayudarte a luchar contra tus enemigos -digo la ardillita, más muerta que viva.
–¡Ja ja! ¿Ayudarme tú, insignificante animalito? ¡Anda, vete de una vez, y no agotes mi paciencia! -respondió despectivamente el león.
Pasó el tiempo y, un buen día, el orgulloso rey de la selva cayó en una trampa tendida por los cazadores; luchó con mucho coraje, intentando escapar de la red, pero nada pudo hacer. Entonces en el momento mas inesperado apareció la ardillita, que, pacientemente, comenzó a cortar la red con sus afilados dientecillos. De esta manera, pudo liberar al rey de la selva. Arrepentido por el desprecio que había tenido hacia la ardillita, se disculpó con ella.
–Pérdoname, ardillita. Ahora comprendo que todo animalito, por pequeño que sea, merece los mayores respetos. Nunca volveré a reírme de tí, te lo aseguro -dijo el león.
–No te preocupes, buen amigo. Sabio es el que reconoce a tiempo sus errores -respondió la ardillita.
Desde aquel momento, los dos fueron amigos inseparables y pudieron hacer frente a los peligros de la selva
Via: "Libro de la selva"
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